22 de octubre de 2008


Ese sábado lluvioso no se levantó de la cama. Iban a dar las 18 hs y ella continuaba tapada hasta la cabeza, con las persianas bajas y sin un punto de luz. Sola en la casa, se sintió más sola aún. No podía dormir, su mente era un frenesí de pensamientos, ideas negativas, miedos y búsqueda de soluciones.

Entonces la invadió esa convicción y no hubo nada que lo evitara.
Se levantó y buscó entre los cajones e toda la casa las pastillas más fuertes que hubiera, armó su cóctel y lo ingirió con un cuarto litro de vino fino. No sintió nada, ni un mareo, sólo la esperanza de dejar de sentir.

Angustiada porque no veía efectos, decidió recostarse y esperar. Y nada sucedió.
Entonces, al intentar encender la lámpara portátil, tiró sin querer la botella vacía de vino, dejando en el suelo un reguero de vidrios rotos. Y allí encontró la solución buscada.

Cogió primero el vidrio más filoso, y en un arranque de valentía, lo oprimió sobre una vena visible. El corte fue casi superficial, aunque la sangre comenzó a fluir enseguida. "Otro vidrio", se dijo, y tomó del piso uno más puntiagudo, pasó su dedo índice por el filo hasta sentir el ardor del corte. Entonces lo clavó directamente en la vena, perforándola hasta traspasarla, y fue allí que sintió un alivio sin comparación.


Sin dolor, siguió autoflagelándose, complacida de ver la sangre que fluía sin cesar desde las venas, haciendo un recorrido hasta el suelo.
Volvió a hacer lo mismo con su otra muñeca, y nuevamente no sintió dolor. Se tajeó una y otra y otra vez las muñecas, hasta que no vio más que manchas rojas a su alrededor, desde la cama en donde lastimaba hasta las paredes.

El último suspiro de conciencia fue de alivio: estaba sacando afuera el dolor que sentía dentro.


Cuando despertó no sabía dónde estada, intubada y molesta; no recordaba nada.
Entonces una cara conocida se acercó, con surcos de lágrimas en los ojos, le cogió la mano y con voz entrecortada le dijo "Estás viva". Su madre le hablaba con palabras esperanzadoras, entre sollozos, y ella, con las muñecas vendadas y el respirador sintió dolor: dolor de estar allí, en esas condiciones, dolor por la tristeza de su madre, dolor porque poco a poco fueron apareciendo imágenes borrosas de vidrios y sangre.

Comprendió que la Vida le daba una segunda oportunidad, pero muchas cosas había que remendar en un espíritu roto en trozos para aprovechar esa chance.
Las heridas fueron cicatrizando, y luego de unos días en Cuidados Intensivos, le quitaron el respirador.

Esas marcas en las muñecas simbolizan su sobrevivencia, una gran oportunidad que le dio la vida, esa a la que enterraba de a poco con cada corte profundo que se autoinfligió aquel sábado.

Cicatrices de vida y muerte, un recuerdo imborrable, una lección que aún se sigue dictando. Son mis huellas de vida y muerte...